¿Qué significa adorar a Dios? Jesucristo dijo a aquella mujer samaritana:
Se acerca la hora, y ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad.
Juan 4:23–24
Acercarnos a Dios para rendirle culto es a la vez un deber y un privilegio. Implica la necesidad de presentarme ante él con total sinceridad e integridad, pues no puedo fingir ni pretender nada en su presencia. Él me conoce todo; no tengo secreto que él desconoce. Esto me asusta, aunque a la vez me consuela. No me presento para instruirle en nada; más bien me presento para conocerlo y para amarlo, para rendirme y humillarme.
Lo necesito; no me puedo arreglar sin él. La vida ya no me es posible aparte de su gracia divina. Yo soy la rama; él es la vid verdadera. Yo soy el vaso de barro; él es el contenido de gloria. Él es el amante; yo soy el amado. Esta relación me confunde, pero en verdad me fascina. No tengo una relación igual con ninguna otra persona.
PRESTO ATENCIÓN A SU VOZ
Me presento ante él para escucharlo. Por lo tanto, quiero ponerme atento a su voz, a la vez que estoy consciente de que bien puede ser que no me responda de la manera que estoy esperando. Tengo que afinar mi oído y disponerle mi corazón. Tengo que abrirle el paquete de mis emociones, pero también mi saber, mi inteligencia. Él no quiere que me presente como un burro que no tiene que pensar.
Celebrarle culto a Dios requiere de mí paciencia, pues no puedo fijarle plazos a Dios para responderme. Su grandeza y majestad me asombran y me dejan atónito. Me maravillo delante de él. Pero pienso también en su disposición de acercarse al que se humilla y tiene corazón contrito. Por lo tanto, me humillo y le dispongo mi corazón.
Aun así, no puedo convertirme en una muda bestia. Tengo que hablarle; tengo que revelarle mi torpeza y estupidez. Tengo que confesarle cuánto lo necesito, cuánto lo amo, cuánto aprecio su amor y su cuidado, sus atenciones y su provisión fiel, su constancia y su gran ternura. No puedo callarme. A veces me corren las palabras como el chorro de una vertiente. Otras veces me quedo en silencio, pensativo, admirado, maravillado.
CANTO A DIOS
Hay momentos cuando todo mi ser canta a él, cuando me siento que me convierto en una orquesta o en un coro gigantesco, cuando se abren todos los poros de mi ser para dar expresión a la canción de amor que no puedo callar. No puedo solo recibir de él amor; tengo que cantarle de mi pasión por él, de mi deleite con sus tratos cariñosos conmigo. No me importa que no tengo una voz melodiosa; siento que a él le cae bien de todas maneras. Me ha escuchado tantas quejas y expresiones de descontento; se pone feliz cuando le quiero cantar.
Y no solo cantar. Pues cuando adoro a Dios con todo mi ser, tengo que rendirle todos los miembros de mi cuerpo. A veces quiero saltar. En realidad, quisiera volar, pero como eso me es imposible, al menos salto un poco. O danzo delante de él. O me muevo con ritmo para acompañar el canto de mi alma. No pretendo presentarle ningún espectáculo, pues sé muy bien que mis movimientos no tienen mucha gracia para otros. Pero pienso que, delante de él, tengo que moverme; no puedo quedarme como una estatua. A veces solo me hamaco un poco al son de esa melodía celestial que resuena en mi interior.
APRENDO
Estoy aprendiendo a adorar a Dios en espíritu y en verdad. Me siento como un niño en su presencia. Su amor me ha envuelto; su gracia me ha sorprendido; su bondad me ha dignificado; su gloria me ha atraído.
Y al rendirle culto, necesito llevarle algo en la mano, como una ofrenda de amor. Sé que todo lo que tengo y todo lo que soy le pertenecen, pues él es la fuente de todo mi bien… y de todos mis bienes. Pero no puedo presentarme con las manos vacías. Estoy consciente que lo que le doy no le enriquece, no le añade nada de significado. Sin embargo, tengo necesidad de darle algo de lo mucho que me ha dado como expresión de mi amor y mi profunda gratitud.
Y cuando le adoro, me doy cuenta que no estoy a solas. Hay muchos, muchos más que también lo adoran y lo quieren. Me siento unido a mis hermanos, pues juntos hacemos un coro para expresar su grandeza y su majestad. Su salvación no me encontró solo a mí, sino a muchos más, haciendo de todos nosotros una gran familia de adoradores.
DESCUBRO MI VOCACIÓN
Cuando concluyo mi tiempo de adoración, de culto a Dios, me vuelvo feliz, contento de haber rendido todo mi ser ante Aquel que ama mi alma, ante Aquel que es la fuente de vida eterna. Me siento satisfecho, pues de alguna manera —débil, por cierto, y torpe, sin duda— me pude dar a Alguien que sabrá interpretar todas mis palabras y mis balbuceos con amor.
Estoy consciente que algún día podré ofrecerle un culto mejor. Algún día uniré mi voz con la de millares de ángeles que contínuamente rodean su trono y le adoran sin cesar. Entonces me sentiré verdaderamente realizado, pues estaré consciente de que todo mi ensayo terrenal tenía por delante mi verdadera vocación de adorarle a mi Creador y Salvador, a mi Redentor y Rey, por los siglos de los siglos.
Ahora sé que este ensayo es esencial; no es optativo. Mi alma necesita entrar en práctica, necesita ponerse en condición para el coro eventual y eterno. Mi alma sabe muy bien que ¡lo mejor está por delante!
¡Oh, mi Dios, te adoro en espíritu y en verdad!
Para pensar y conversar
¿Qué observación o suceso te lleva a adorar a Dios?
¿Qué aprendes de Dios al adorarle?
¿Cómo piensas que podrías animar a otros a adorar a Dios?
Orville E. Swindoll
swindoll@att.net
www.orvilleswindoll.com
0 comentarios