Me crié en un hogar donde mi padre era respetado y acatado sin vacilaciones. Desde que tengo memoria, aprendí a responder a cualquiera expresión de mi padre con un: «Sí, señor». No quiero dejar la impresión de que hubo un ambiente militar en casa. Al contrario, mi padre era siempre amoroso, caballero y de buen humor. Nos respetaba a todos y nos felicitaba libre y frecuentemente cuando cumplíamos bien alguna tarea. Nunca me sentí abusado ni desatendido por mi padre. Y no dudo que merecí todos los castigos que recibí con cierta frecuencia por mi mal comportamiento.Pero si papá exigía respeto hacia su persona, con más razón lo exigía hacia mamá. Ninguno de los tres hijos se animaba a contestar de mala manera a mamá, ¡especialmente si papá pudiera escucharlo! Papá casi adoraba a mamá. No recuerdo jamás que haya levantado la voz con ella. Nos enseñó a mí y a mi hermano que debemos siempre tratar a las mujeres con respeto, con deferencia. Debíamos estar siempre prontos y dispuestos a asistirles con cualquier tarea. Papá era tan fanático con esa actitud que jamás compró una máquina lavarropas para mamá, porque no quería que ella lavara la ropa. Siempre llevaba a la tintorería o lavandería toda la ropa que había que lavar: camisas, sábanas, toallas, ¡toda! Y no era porque papá era pudiente, pues era obrero en una fábrica. Simplemente tenía esa idea de que habría que tratar a la mujer con un respeto que a veces me parecía exagerado.
Sin embargo, esa clase de formación trae resultados positivos. Un hogar donde se mantiene el respeto entre los esposos y entre padres e hijos, donde se tratan los unos a los otros con decencia y propiedad (por no decir amor), difícilmente enfrentará los graves problemas internos que hoy se observan en tantos hogares.
Me parecía que la conducta de mi padre ilustraba de alguna manera la enseñanza del apóstol Pablo en Efesios 5:25–28:
Esposos, amen a sus esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable. Así mismo el esposo debe amar a su esposa como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo.
UN EJEMPLO MARAVILLOSO
Hace un tiempo se publicó un hermoso testimonio contemporáneo en la revista Christianity Today, con el fin de destacar el valor de la fidelidad en la relación matrimonial. Contó el caso del matrimonio McQuilken de Columbia, South Carolina. El Dr. Robert McQuilken por muchos años era presidente de Columbia Bible College, una prestigiosa institución evangélica dedicada al entrenamiento de ministros del evangelio. La señora de McQuilken durante largo tiempo tenía un programa radial de orientación bíblica para damas que se escuchaba en muchas partes de EE.UU.
Resulta que hace unos años los más cercanos a ella, especialmente los familiares, comenzaron a observar que le estaba fallando la memoria de modo cada vez más notable. El problema mayor se notaba en sus programas radiales cuando esos lapsos ocasionaban ciertos errores muy evidentes. Para peor, ella no se daba cuenta. También, de tanto en tanto, se desorientaba, perdiendo noción de la realidad en su derredor. La familia decidió llevarla al médico para un diagnóstico preciso.
Después de las pruebas, el Dr. McQuilken recibió el informe médico: su esposa tenía el mal de Alzheimer, una enfermedad que deteriora el sistema nervioso, dejando a su víctima desorientada, emocionalmente frágil y dependiente, cada vez más incapacitada para atender sus propias necesidades elementales. Ella iba perdiendo su destreza en la cocina; no podía preparar las comidas ni tampoco hacer las demás tareas domésticas. Además, se volvía muy mimosa, requiriendo la presencia de su marido prácticamente a todo momento. Cuando él salía para su despacho en el College, a poca distancia de su residencia, ella salía a buscarlo como una niña.
Al observar la gravedad de la situación, el marido tenía que dejar muchas de sus tareas habituales del College, como también sus viajes frecuentes, para poder dar a su esposa la atención personal que requería. A medida que se agravaba el cuadro, varios colegas del Dr. McQuilken le sugirieron que internara a su mujer en una institución donde ella pudiera recibir la necesaria atención, a fin de que su ministerio muy apreciado no se viera comprometido tan drásticamente.
Pero él entendió el cuadro de manera distinta. Recordaba que en sus votos matrimoniales había prometido acompañarla y ayudarla «en salud o enfermedad», y comprendía que su primera responsabilidad era para con su esposa. Decidió, por tanto, renunciar la presidencia de Columbia Bible College, a fin de atender primordialmente la salud de su esposa. No vaciló en afirmar que el pacto matrimonial era más importante que su fama o su carrera profesional.
¿QUÉ PODEMOS HACER?
Cómo debemos los hombres tratar a nuestras esposas?
Quiero sugerir algunas medidas prácticas que debemos poner por obra en nuestro comportamiento con la esposa:
• Expresa cada día a tu esposa tu afecto y tu aprecio, por todo lo que es y por lo que hace.
• Alábala por su peinado, por su vestido, por su sonrisa, por ella misma. Elógiala especialmente ante los hijos y ante otras personas.
• Anímala a tomar un descanso o una siesta cada día. Facilítalo en la medida que puedas, asumiendo algunas de sus tareas habituales.
• Conversa con ella frecuentemente sobre los temas que le interesan a ella.
• Alivia sus tareas con los hijos con medidas prácticas. Baña a los pequeños de vez en cuando. Ayúdales a vestirse, a peinarse, a ponerse los zapatos, especialmente cuando están por salir a algún lado. Dales asistencia con sus tareas escolares. Asume el rol principal en la disciplina y el orden en la casa.
• Aprende a animar con elogios y expresiones positivas, y no retos solamente, tanto a la esposa como a los hijos.
• Recuerda que la mayoría de sus canas, sus arrugas, y sus kilos en exceso vinieron por atenderte y darte hijos.
Si cuidamos bien a nuestras esposas, hare- mos un gran aporte para la felicidad y tranquilidad de nuestros hogares.
PARA PENSAR Y CONVERSAR
• ¿De qué manera puedes aliviar la carga de tu esposa?
• ¿Qué clase de atención tuya valora más tu esposa?
• ¿Qué puedes hacer hoy para hacerla más feliz?
Orville E. Swindoll
swindoll@att.net
www.orvilleswindoll.com
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